En la otra orilla se levanta el bosque de abedules, el mismo que de este lado cubre todo. Intento componer. Tengo esta suerte: estoy en uno de los pocos saunas que aún quedan, construido casi sobre el lago, y tiene un balcón, en el cual podría sentarme todo el día.

 

No me canso de escuchar el sonido del agua golpeando las columnas, del viento entre las ramas, o del chispeo del horno calentándose adentro, mientras llega por oleadas algún eco del idioma desde el bosque. Me parece estar dentro de uno de esos cuadros que poblaban las paredes de la Iglesia Finlandesa en Buenos Aires. De alguna forma, de verdad creo estar metido en un cuadro. Será que me cuesta asimilarlo. Tantos años viviendo la Finlandia argentina, que para mí este lugar era casi como un cuadro, o un sermón en finlandés, o una canción de cuna que brotaba desde la más melancólica Karelia a través de la voz de mi madre.

 

Finlandia era cruzar el patio y pedirle a mi abuela Ilona leipää ja Justoa, mutta en puhu suomea… quiero decir que no hablo finlandés, pero utilizábamos tantas palabras que ni nos dábamos cuenta, y así se mezclaban los sonidos de ambas lenguas como si fuesen líquidos, móviles, con la facilidad con la que puede mezclarse la idea de un país lejano y utópico, con el aroma a lihapulla al regresar del colegio, en una cocina de barrio, al otro lado del mundo.

 

Me siento un poco melancólico, a pesar de la inmensidad deslumbrante del paisaje, de los días tan largos, o de las siempre cordiales personas que voy conociendo. Hay algo en esta paz que me pone así, o será que es algo inevitable, si vengo de la tierra del tango y llego a la otra tierra del tango, donde hombres y mujeres han soñado por años con su Saatuma, su tierra prometida. Karjalan Kunnailla vino a acunarme en mi más profunda infancia y como si fuera poco, mi abuelo eslavo, de L´viv, me llevaba al colegio cantando Katiusha.
Llego a esta tierra desde el mito de esta tierra. Caigo de una imagen, y de algún modo nunca se puede estar en el presente sin herir un poco al pasado.

 

Ahora, en el banco de este sauna a la orilla del lago, en el corazón de Finlandia, saco mis pentagramas e intento componer, y no puedo evitar que ya en las primeras notas se monte el espíritu de la lejanía, del movimiento eterno de la brisa sobre un mar de bosques, de lo que se perdió… Por eso pienso en titular a mi obra Ruuhijärvi, que es el nombre del lago que me inspira.

 

Aunque hoy casi no tengo otra opción que comenzar en modo menor, veo como no pasan muchos compases hasta que el modo mayor se hace presente en un movimiento ascendente y acelerando. Recuerdo a Sibelius haciendo emerger un leitmotiv, lleno de energía y vigor, por sobre la quietud de una textura sinfónica tan parecida a este paisaje, imponiéndose y mostrando cómo siempre fue posible levantarse por sobre la melancolía y la adversidad a través del sisu, el espíritu de la determinación inquebrantable de este pueblo.

 

Pero también voy a aclarar, abajo del título, keinutuoli tempossa, tocar a tempo de silla mecedora, porque adentro, en la cabaña, frente a la chimenea, hay una silla de cuento, en la cual uno puede sentirse abrazado, cobijado, como un niño mientras se duerme escuchando la más lejana de las canciones, a través de la voz de su madre.

 

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Eric Mescher
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